
Hoy es una noche de esas en que desearía durase una eternidad en este estado de calma, de coma voluntario de un placer permanente y estático, una tibieza profunda abrazándome como me gusta, arrimanda por silencios y metáforas quejumbrosas, untándole al deseo con los ojos, saboreando orgasmos de palabras antojadizas de algún autor lujurioso con la virtud de excitar páginas de frío color blanco así como mi invierno. Nada como unas letras encendidas por pasiones liberadas...ÉSTA NOCHE.
CINCUENTA VELAS
Volví a la estancia, absolutamente oscura, donde te había dejado encadenada. La tenue luz de la vela en mi mano iluminó débilmente la habitación, dibujando la sombra de tu cuerpo sobre la pared. En el hondo silencio, era posible escuchar tu respiración, de nuevo agitada ante mi presencia. Me acerqué a ti, apenas a unos centímetros de tu cuerpo desnudo y te ordené que me miraras. En la corta distancia que separaba nuestros rostros, la llama de la vela alumbró tu cara de niña temerosa. Contemplé el temblor de tus labios resecos, dulcemente entreabiertos para inspirar el denso aire de la habitación cerrada y sin ventanas, tu frente perlada del sudor provocado por el miedo y el calor, el brillo de tus ojos profundos y hermosos, inmensamente abiertos para mirar fijamente los míos que penetraban los tuyos, ahondando en ti, para descubrir tus secretos anhelos y tus miedos interiores. Inquieta por mi mirada penetrante, tensaste el cuerpo, aferraste tus manos a la cadena que te sujetaba y cerraste los ojos, desplomando tus largas pestañas sobre ellos. Bastó una orden rotunda para que volvieras a abrirlos y pude ver en ellos la ansiedad, la indefensa soledad atormentándote, el deseo de liberarte y de huir. Calmé tus miedos con mi dedo índice sobre tus labios, apretando el inferior como punto de partida de un lento descenso por tu barbilla hasta tu cuello, continuando por la recta senda que acababa en el estrecho sendero de tus pechos. Noté el escalofrío que agitó levemente tu cuerpo, el hondo suspiro inevitable, sin dejar de mirarte, permitiendo esta vez que tus ojos se cerraran para que pudieras acoger en lo hondo de tu intimidad las primeras sensaciones que provocaban las caricias de mis dedos sobre tus pezones que se irguieron inmediatamente, respondiendo obedientes al roce de mis manos.
Con extrema parsimonia, me alejé de ti y encendí, una a una, las cincuenta velas de los diez candelabros dispuestos en varios rincones de la habitación. Creció en intensidad la luz de la estancia, creando claroscuros anaranjados sobre tu piel desnuda. De lejos, te rodeé por completo para contemplar la total hermosura de tu cuerpo prisionero. Lo recorrí, palmo a palmo, con mis ojos, desde tus muñecas esposadas de cuero de las que partía la cadena que te ataba a un cielo imaginario, hasta la punta de los dedos de tus pies pequeños, firmemente posados sobre el suelo caliente. Me recreé en tus piernas semiabiertas, en la firmeza de tus muslos que apretaban suavemente la hendidura de tu coño deseado, en el delgado hilo de vello de tu pubis, en la planicie de tu vientre y el lascivo oasis de tu ombligo, en la incitante estrechez de tu cintura y en la anchura vertiginosa de tus caderas, en la doble circunferencia de tus nalgas prominentes, en la línea infinita y sinuosa de tu espalda, en la sensualidad sin límites de tus pechos firmes y redondos.
A la luz temblorosa de las velas, me adueñé de tu carne y de tu alma, estrujándote la piel entre mis manos, devorándote la piel entre mis labios, con profundas caricias que te hicieron gemir, con ardientes besos que te hicieron temblar, con secos y firmes golpes de mis manos contra tus nalgas que te hicieron llorar, con la voracidad apasionada de mi lengua explorando tus más íntimos rincones hasta hacerte gritar, con mi voz susurrada y poderosa que te hizo estremecer al sentirte mi esclava poseída, mi hembra dominada, mi puta prisionera del placer ofrecido por su dueño.
Desprendido de mi ropa, contemplé por última vez tu cuerpo mancillado de caricias, el convulso movimiento de tu vientre agitado por tu respiración jadeante, tus brazos elevados hasta unirse en la cadena, tu pelo desparramado sobre la húmeda frente, tus labios abiertos, tus ojos que ahora buscaban los míos con firmeza, inyectados en deseo, suplicando el placer aún no entregado. Asentando mis manos contra tus nalgas, elevé tus piernas que se enredaron y cruzaron alrededor de mi cintura, ofreciéndome la isla carmesí de tu coño empapado para ser conquistada por mi verga crecida y anhelante por cruzar la frontera de los labios de tu sexo inflamado por el deseo, taladrando tu interior de mujer definitivamente entregada y poseída, embistiendo el fuego de tu carne abierta y desflorada.
Una a una, se fueron consumiendo las cincuenta velas, como si cada uno de tus gritos desgarrados por el placer las fueran apagando. Desplomada tu cabeza entre tus brazos encadenados, tu espalda arqueada para ofrecer tus pechos a la salvaje invasión de mi boca, tus ardientes nalgas quemando mis brazos y mis manos, tus piernas apretadas contra mi cintura, tus rodillas clavadas en mis costados, tu cuerpo convulso por el febril movimiento de mi polla entrando y saliendo con dureza de tu coño circundando la carne de mi sexo, tragándolo y destragándolo entre gemidos, tuyos y míos, esclava y dueño unidos en un solo grito de placer.
La última vela se extinguió, dejando la estancia completamente a oscuras. Penetré por última vez tu sexo, invadiéndolo por completo hasta sentir el roce de tu coño en mis testículos. Y en la densa oscuridad sobrevenida, te inundé el interior con mi leche caliente, mientras tú desvanecías en el aire un último grito desgarrado, intenso, estremecedor, antes de aflojar tus piernas, de liberar mis manos de tus nalgas y dejarte en pié, apenas sostenida por la cadena, temblorosas aún tus rodillas, jadeante y sudorosa, buscando con tus ojos los míos para clavar en ellos tu mirada limpia y brillante, la profundidad de tus pupilas hermosas de niña sometida y entregada a los deseos de su dueño.